“Y Mefiboset, quien estaba lisiado de ambos pies, vivía en Jerusalén y comía a la mesa del rey”. 2da. De Samuel 9:13
En esta historia, podemos ver la gracia abundante de Dios siendo derramada sobre las personas menos pensadas. Mefiboset es el objeto de la misericordia de Dios, mientras que el rey David es solo un instrumento más en el plan del Señor.
Mefiboset había sufrido un accidente cuando pequeño. Acto que lo dejó imposibilitado de caminar. Sin familia, ahora de adulto, se encuentra escondido en un lugar llamado Lodebar. Un desierto, un espacio natural de dolor, de soledad, de tristeza y desesperanza. Territorialmente hablando, Lodebar es un lugar que no posee condiciones para vivir dignamente. Es una tierra árida, que no da frutos, un lugar inhóspito que servía de refugio a los marginados, a los lisiados, a los perseguidos, un lugar para aquellos que habían quedado despojados de todos sus bienes, para quienes el mundo ya había decretado nula posibilidad de vida. Era un lugar de incomunicación, un lugar desesperanzador, en donde sus habitantes no tenían comunicación ni relación alguna con el pueblo de Israel, menos con Dios.
En un plano espiritual, Lodebar representa nuestras áreas de dolor, nuestros miedos y nuestras debilidades, una condición en la que nada resulta, representa aquellos momentos en donde todo es gris, en donde no hay presencia ni amor de Dios, en donde nos sentimos incomprendidos e incomunicados. Representa nuestros problemas y nuestras enfermedades, nuestras vergüenzas y temores.
Pero en medio de la más desesperada condición, el rey David trae a memoria el pacto que había hecho con su mejor amigo. El deseo más grande de David en ese momento era ser un reflejo de la maravillosa gracia de Dios. Así como él, había recibido tanto por pura gracia, él anhela hacer lo mismo por la casa de Jonatán, su amigo. Y aunque el padre de Jonatán fue su peor enemigo, nunca faltó a su promesa ni a su palabra con su descendencia. Sostuvo el pacto con su difunto amigo por el amor que invadía su corazón.
David mandó a buscar a Mefiboset, lo sacó de su escondite y lo trajo hasta su misma presencia. No lo juzgó ni le recordó los maltratos que su abuelo había hecho con él. No lo cuestionó ni lo miró con otros ojos por su condición física. Lo único que David le dijo al verlo fue: “No tengas temor. Toma todo lo que te pertenece”.
En un acto de amor, sin precedentes, Dios, que es rico en misericordia, nos mandó llamar y nos trajo hasta su presencia. Nos levantó y reafirmó sus promesas una y otra vez. Nos perdonó y limpió en la sangre de su amado Hijo.
Mefiboset, ahora es parte de la familia real. Todo ha cambiado para bien. David lo incluyó en su familia, lo adoptó, y lo hizo como a uno de sus hijos. Dios ha hecho con nosotros de la misma manera. Pablo lo expresa así: “Dios decidió de antemano adoptarnos como miembros de su familia al acercarnos a sí mismo por medio de Jesucristo”. Cuando Mefiboset fue adoptado, inmediatamente recibió toda la herencia que le pertenecía. No se le negó nada, pues había obtenido de regreso el derecho que era suyo.
Mefiboset es tratado como uno de los hijos del rey. Puede sentarse a la mesa junto al rey y su familia, mirarlos cara a cara. De la misma manera, Jesús nos invita a sentarnos en su mesa. Él es el amigo que convivió con cobradores de impuestos, ladrones y toda clase de personas para hablarles al corazón. Él es el Rey que nos lleva al lugar de honor.